

Una chica solitaria, que cultiva el gusto por los pequeños placeres... Que valora las cosas simples, viviendo el dia a dia... aprendiendo de la vida.
Las manos de Ágata están vacías.
Se duerme entre la nostalgia cotidiana ansiando despertar en otra vida.
Se refugia en la ironía y las evasivas. Se estremece con sueños ajenos y casi nunca escucha música.
Se levanta del piso con su languidez habitual y lleva sus manos a su cara.
Quien lo diría? Siente lastima de si misma. Y allí esta. Ni el dorado de su cabello, ni el carmín de sus labios, ni su figura esbelta, ni sus ojos color almendra. Nada puede rescatarla de este reclamo de la vida, de este grito de soledad, del dolor de su piel intacta, de la humedad de su alma, de los deseos que olvido en el cuarto de algún hotel, algún sábado de madrugada, cerca de la carretera.
Se deja caer en el colchón con las sabanas color arena, como la arena de las playas en las que solía caminar. Cuan distante se encuentra de allí, hundida en este circulo polar.
Sus pies helados casi ni se mueven, y el pijama azul no es ni la sombra de aquellos vestidos con los que solía alardear su felicidad de la mano de algún caballero buen mozo.
La línea se ha terminado.
El moho de las paredes refleja la humedad de su corazón. La soledad que es serena y que es herida, es ahora su única compañía, y entre sollozos cansados esboza en un papel algunas letras desprolijas. Pero ya no sabe lo que escribe, el desvarío se ha apoderado de su mente, como se apoderaba de la mente de las personas que solía ver en el parque del hospital psiquiátrico de la avenida Sotomayor.
Ágata, la de los ojos de almendra, es solo la niebla de lo que alguna vez fue… mientras se acomoda en el sillón, la nota cae de entre sus dedos…
“Ya no habrá nada que esperar…”
Y esa misma tarde no hubo nada que esperar, en ese preciso instante no tuvo que volver a respirar…